Edicion Impresa El Siglo by elsiglo_com_ve. HUM:ind Que U.S.¿El presidente mostro un cariño para mascar en barras de polen de abeja? NUM:other ¿Que 's la poblacion de Biloxi, Misisipi? .. HUM:ind ¿Quien pinto el Autorretrato Suave con el Tocino Asado a la parrilla? HUM:gr. La Concordia ; (02) VENDO casa Urbanización Biloxi m2 construcción .. $ por mes, plazo e interés a convenir. horno de pollo, parrilla, muebles. La bebimos cuando empezó a apestar. La bebimos cuando cambió de color. La bebimos después de que la analizaran y de que el ayuntamiento nos asegurara que era potable. La bebimos después de hervirla. La bebimos con el café y el té, seguros de que las altas temperaturas acabarían con los gérmenes. Se cuadruplicó el índice de incidencia de casos nacional. El desarrollo económico desapareció y la ciudad inició un veloz declive. Siempre estaba allí, esperando como un acosador con paciencia infinita. Silenciosa y mortal, extraída de esa tierra tan contaminada por Krane Chemical. Un grifo que goteaba era como un merodeador armado. Encendió la luz de su habitación, abrió la puerta, se obligó a sonreír y salió a la salita, abarrotada de gente, donde sus amigos se apiñaban entre las cuatro paredes. El coche del señor Trudeau era un Bentley negro que conducía un chófer negro llamado Toliver, que aseguraba ser jamaicano, aunque su documentación levantaba tantas sospechas como su forzado acento caribeño. Había percibido con claridad la primera señal cuando el señor Trudeau había cerrado la puerta trasera del coche con un portazo antes de que un solícito Toliver pudiera cumplir con sus deberes. Había observado que su jefe podía tener los nervios de acero en la sala de juntas. Ese hombre era un intolerante al que no le gustaba perder, con un ego que no le cabía en el cuerpo. Y estaba claro que esta vez había perdido. Estaba al teléfono, y aunque no gritaba, tampoco hablaba en susurros. Las acciones se vendrían a pique. Los abogados eran unos majaderos. Todos le habían mentido. Toliver solo captaba fragmentos de lo que decía, pero era evidente que fuera lo que fuese que hubiera ocurrido allí, en Mississippi, había sido desastroso. Toliver solía preguntarse dónde estaba el límite. Casas, aviones privados, esposas, barcos, coches Bentley, todos los caprichos que un hombre blanco pudiera desear. Sin embargo, Toliver sabía la verdad: Toliver dobló hacia el oeste en la Sesenta y tres y avanzó lentamente hacia la Quinta, donde giró bruscamente para quedarse frente a unas enormes puertas de hierro que se abrieron con rapidez. Entre los gastos generales se contaba el sueldo de dos empleadas domésticas, un cocinero, un mayordomo, los ayudantes de uno y de otro, una niñera como mínimo y, por descontado, la secretaria personal indispensable que organizaba la agenda de la señora Trudeau y se encargaba de que llegara a la hora a la comida. Uno de los ayudantes recogió los maletines y el abrigo al vuelo cuando se los lanzó. El señor Trudeau subió la escalera, en dirección al dormitorio principal, la barra de enganche y la parrilla biloxi busca de su esposa. En realidad no había nada la barra de enganche y la parrilla biloxi le apeteciera menos en esos momentos que verla, pero se suponía que debían mantener sus pequeños rituales. Ella estaba en su vestidor; dos peluqueros, uno a cada lado, trabajaban febrilmente su cabello rubio y lacio. Una vez cumplido el ritual era libre de irse y dejarla con sus cuidadores. Se detuvo junto al lecho gigantesco y echó un vistazo al vestido de noche de su mujer, un Valentino, del que ella ya le había hablado. Sinceramente, Carl estaba empezando a cansarse de las rutinas obsesivas de su esposa: Su mujer tenía treinta y un años, pero él ya había detectado un par de arruguitas justo sobre la nariz. Tres eran mayores que Brianna, pero ella había insistido en tener uno, por razones obvias. Un hijo era la protección que toda esposa trofeo necesitaba. Brianna dio a luz a una niña y escogió el espantoso nombre de Sadler MacGregor Trudeau. MacGregor por ser el apellido de soltera de Brianna, y Sadler porque le había dado por ahí. Al principio aseguraba que Sadler había sido un pariente escocés algo pendenciero, pero abandonó esa historia cuando Carl tropezó con un libro de nombres de bebés. En realidad a él no le importaba. Ya había probado el papel de padre con parejas anteriores y había fracasado estrepitosamente. La actual era una joven y recia chica rusa cuyos papeles eran tan dudosos como los de Toliver. En esos momentos, Carl no recordaba su nombre. Brianna la había contratado y estaba entusiasmada porque la joven hablaba ruso y tal vez se lo contagiaría a Sadler. Carl entró en la barra de enganche y la parrilla biloxi cuarto de juegos, se abalanzó sobre la niña como si no pudiera esperar para verla, la abrazó, la besó, le preguntó qué talle había ido el día y al cabo de pocos minutos emprendió una digna retirada hacia su despacho, donde cogió el teléfono y empezó a gritar a Bobby Ratzlaff. Tras varias llamadas infructuosas, se duchó, se secó su cabello perfectamente teñido, canoso, y se enfundó su nuevo esmoquin de Armani. A medida que se vestía, maldijo la velada que le esperaba, la fiesta y la gente a la que tendría que ver. En esos momentos, la noticia corría como la pólvora en el mundo de los negocios. Si se hubiera tratado de cualquier otra fiesta, él, el gran Carl Trudeau, simplemente se habría excusado aduciendo una indisposición. Sin embargo, no se trataba de un acto cualquiera. Brianna se había abierto camino hasta el consejo de dirección del Museo de Arte Abstracto y esa noche se celebraba la fiesta del año. Nada que envidiar a la noche de los Oscar. El plato fuerte de la noche, al menos para algunos, sería la subasta de una obra de arte. La pintura del año anterior había sido una visión desconcertante de un cerebro humano después de recibir un disparo, y se había vendido por seis millones. La obra de ese año era una triste pila de arcilla negra con varillas de bronce que se alzaban para dibujar vagamente la silueta de la barra de enganche y la parrilla biloxi joven. Llevaba el sorprendente título de Abused I melda y se habría muerto de asco en una galería de Duluth si no fuera por el escultor, un torturado genio argentino del que se rumoreaba que estaba al borde del suicidio, un triste destino que doblaría al instante el valor de sus creaciones, algo que no se le había pasado por alto a los espabilados inversores en arte neoyorquinos. Valentino y ella salieron del vestidor. Los peluqueros se habían ido y Brianna consiguió meterse en el vestido y ponerse las joyas ella sola. A pesar de que se le marcaban todos los huesos, seguía siendo una mujer muy bella. Ahora, mil dólares después, apenas sabía apreciar la diferencia. En fin, conocía muy bien el precio de los trofeos. El contrato prematrimonial le concedía a Brianna cien mil dólares al mes para sus gastos mientras estuvieran casados y veinte millones cuando rompieran. También se quedaba con Sadler, aunque el padre tenía libre derecho de visita, si así lo quería. ![]() Llevaba abierto el largo abrigo negro de Prada, de modo que sus fabulosas piernas dominaban el asiento trasero. Todo era piernas, desde el suelo a las axilas. Piernas sin adornos de medias, ropa, ni nada. Piernas para Carl, para que las observara, admirara, tocara y acariciara. A Brianna ni siquiera le importaba si Toliver echaba un vistazo. Estaba en exposición, como SIempre. Carllas acarició porque eran bonitas, pero le habría gustado decir algo como: Carl apenas le había contado nada del misterioso y complejo mundo del Trudeau Group. Brianna tenía sus fiestas de beneficencia, sus causas, comidas y entrenadores, y eso la mantenía ocupada. Carl no quería, ni toleraba, que la barra de enganche y la parrilla biloxi le hicieran demasiadas preguntas. Brianna lo había consultado en internet y sabía exactamente qué había decidido el jurado. Sabía lo que los abogados opinaban sobre la apelación y también que las acciones de Krane sufrirían un gran revés a primera hora de la mañana siguiente. Llevaba a cabo sus investigaciones y mantenía sus descubrimientos en secreto. Era guapa y delgada, pero no era tonta. Carl volvía a hablar por teléfono. El edificio del MuAb se encontraba a unas cuantas manzanas hacia el sur, entre la Quinta y Madison. Carl se rió por lo bajo ante aquella flagrante mentira. El gran Carl Trudeau salió con semblante serio, seguido por las piernas. El pie derecho fue el primero en tocar el suelo, calzado con unos Jimmy Chao a cien dólares el dedo, y al tiempo que giraba en redondo como una experta, se abrió el abrigo y Valentino colaboró para que todo el mundo viera los verdaderos beneficios que reportaba ser millonario y poseer un trofeo. Atravesaron la alfombra roja con los brazos entrelazados, haciendo caso omiso de un puñado de periodistas, uno de los cuales tuvo la audacia de gritar: Carl no lo oyó, o fingió no haberlo oído; sin embargo, aceleró el paso ligeramente y al cabo de unos instantes ya habían entrado para lidiar en una plaza tal vez menos peligrosa. Brianna encontró a su alma gemela, otro trofeo anoréxico con el mismo cuerpo excepcional: Carl se situaba en el trescientos diez y ambos sabían exactamente la posición que el otro ocupaba en la lista. Intentaba disimular su complacencia, frunciendo el ceño. En la subasta del año anterior, Flint había aguantado hasta el emocionante final con valentía y se había llevado el Brain After Gunshot, un desperdicio artístico de seis millones de dólares que había lanzado la actual campaña de recaudación de fondos del MuAb. Por descontado, participaría en la subasta de esa noche para volver a llevarse el gran premio. Carl empezó a maldecirlo, pero mantuvo la calma. Flint dirigía un fondo de inversión libre, famoso por su temeridad. La mirada desconcertada de Carl no dejaba lugar a dudas. Nuestro hombre de allí nos dijo que estabais jodidos. Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó. Carl apuró su copa y se abalanzó sobre otra. Un 20 por ciento le costaría doscientos ochenta millones de dólares, en teoría. Por descontado, no supondría una pérdida real de caja, pero no por eso dejaría de ser un día duro en la oficina. Miró fijamente a un camarero desconcertado y consideró la cuestión. Sí, era posible, pero no probable. Flint solo estaba hurgando en la herida. El director del museo apareció de repente, cosa que Carl agradeció profundamente. La barra de enganche y la parrilla biloxi hombre no mencionaría el veredicto, ni siquiera aunque estuviera enterado del fallo. Solo le diría palabras amables y, por descontado, comentaría lo deslumbrante que estaba Brianna. Se interesaría por Sadler y le preguntaría cómo iban las reformas de la casa que tenían en los Hamptons. Charlaron de todo aquello mientras paseaban sus bebidas entre la gente que abarrotaba el vestíbulo, evitando los corrillos que podían representar una conversación peligrosa, hasta que llegaron frente a Abused I melda. Con esta gente nunca se sabe. Yo digo que al menos por cinco millones. Por supuesto, dicho caballero japonés no donaba grandes sumas de dinero a nuestro pequeño museo. Carlle dio un nuevo trago a su copa y comprendió el juego. El objetivo de la campaña del MuAb era recaudar cien millones en cinco años. Un crítico de arte de Times se presentó y se unió a la conversación. Carl se preguntó si sabría algo sobre el veredicto. Enganches de remolqueEl hogar provisional de los Payton era un piso de tres habitaciones en la segunda planta de un viejo complejo de edificios cerca de la universidad. Wes vivía cerca de allí en sus años universitarios y todavía le costaba creer que hubiera vuelto al barrio. Esa era la gran cuestión que debatían entre marido y mujer, aunque hacía semanas que no habían vuelto a discutir de ello y ese tampoco era el momento de hacerlo. Tal vez dentro de un par de días, cuando se hubieran repuesto del cansancio y el estupor y pudieran encontrar un rato de tranquilidad para hablar del futuro. Wes disminuyó la velocidad mientras recorría el aparcamiento y pasaba junto a un contenedor con basura apilada alrededor, casi todo latas de cerveza y botellas rotas. Cuando las botellas se rompían, el ruido resonaba en todo el complejo de edificios y los estudiantes disfrutaban de lo lindo. Aunque otros no tanto. Para la pareja privada de sueño de los Payton, el estrépito a veces era insoportable. El dueño de aquellos cuchitriles, un viejo cliente, estaba considerado el peor casero de la ciudad, al menos en opinión de los estudiantes. Les ofreció el piso a los Payton y con un apretón de manos acordaron un alquiler de mil dólares al mes. Llevaban siete meses viviendo allí y habían pagado tres, pero el casero insistía en que no estaba preocupado. Esperaba pacientemente a la cola, como muchos otros acreedores. El bufete de abogados de Payton amp; Payton ya había demostrado que podía atraer clientes y generar honorarios, y sus dos socios eran muy capaces de una recuperación espectacular. Por un instante se sintió animado, pero el cansancio se abatió sobre él al momento siguiente. Esclavos de una malsana costumbre, ambos bajaron del coche y cogieron los maletines del asiento trasero. Mary Grace hizo ruido con las llaves, abrió la puerta y segundos después ya estaban dentro, con sus hijos y Ramona, la canguro hondureña, que veían la tele. Liza, de nueve años, fue corriendo a recibirlos. Mack, de cinco años, corrió hacia su padre, quien también lo levantó en volandas; durante un rato se quedaron en el estrecho recibidor abrazando a sus hijos con fuerza. Ramona los observaba a cierta distancia, con una sonrisa tensa apenas visible. No estaba segura de lo que significaba el veredicto, pero sabía que las noticias eran buenas. Aquello era solo una la barra de enganche y la parrilla biloxi, una escala inesperada. El suelo del cuchitril estaba cubierto de libretas y papeles, prueba irrefutable de que los deberes se habían hecho delante de la televisión encendida. Habían sido muy prudentes con los niños. Le habían explicado los rudimentos del juicio a Liza -una empresa mala había contaminado el agua que a su vez le había hecho daño a la gente- que enseguida se había posicionado y había declarado que a ella tampoco le gustaba esa empresa. Si la familia tenía que mudarse a un piso para luchar contra esa compañía, podían contar con ella. Sin embargo, dejar su bonita casa había sido un trauma. La antigua habitación de Liza era de color rosa y blanco y contenía todo lo que una niñita podía desear. El jardín de infancia al que Mack acudía todo el día ocupaba suficientemente sus pensamientos como para preocuparse de dónde vivían. Ambos añoraban su antiguo barrio, donde las casas eran grandes y en los jardines había piscina y juegos para niños. Sus amigos vivían en la puerta de aliado o a la vuelta de la esquina. La escuela era privada y segura. La iglesia se encontraba a una manzana de casa y conocían a todos los que asistían. Solían evitar hablar de la vivienda cada vez que uno de los niños sacaba la cuestión. Mary Grace se puso en pie. Ramona había puesto el agua a hervir y estaba cortando un tomate. Sí, lo había tenido. Sin problemas en el colegio. Habían acabado los deberes. Liza se escaqueó en dirección a su cuarto; las cuestiones culinarias no le llamaban la atención. A través de un amigo de la congregación, habían encontrado a Ramona escondida y medio muerta de hambre en un refugio de Batan Rouge. Había sobrevivido a un angustioso viaje de tres meses desde América Central a través de México, luego Texas y después Louisiana, donde no se cumplió nada de lo que le habían prometido. Ni trabajo, ni una familia que la acogiera, ni papeles, ni nadie que se preocupara por ella. Tenía una buena base gracias a la escuela católica de su país, y se pasaba todo el día encerrada en el piso limpiando e imitando las voces que oía en la televisión. En ocho meses, sus progresos habían sido impresionantes. Sin embargo, prefería escuchar, especialmente a Mary Grace, que necesitaba a alguien con quien descargarse. Mary Grace preguntaba lo mismo todas las noches. Habían entrenado a Ramona para que recorriera una ruta memorizada a través de calles pequeñas para ir al colegio, a comprar y, cuando fuera necesario, a su bufete. Si la policía la paraba, habían pensado suplicar a los agentes, al fiscal y al juez. Los conocían a todos muy bien. Wes sabía a ciencia cierta que el juez del distrito primero tenía su propio ilegal, que arrancaba las malas hierbas y le cortaba el césped. Escuchó, contestó algo, colgó y se acercó a la cocina para interrumpir la preparación de la cena. Todas las llamadas que la barra de enganche y la parrilla biloxi recibían en el piso se acogían con gran recelo. Dice que hay varios periodistas merodeando por allí, buscando a las estrellas. Los cinco se sentaron alrededor de una pequeña mesa encajada en un rincón de la cocina. Se dieron las manos mientras Wes bendecía la mesa y daba gracias por las cosas buenas de la vida, la familia, los amigos y la escuela. Primero sirvieron la ensalada y luego vinieron los macarrones con queso. En el piso, acampar significaba cubrir el suelo del cuchitril con mantas, colchas y almohadas y dormir allí, normalmente con la televisión encendida hasta altas horas de la noche y por lo general los viernes. Aunque solo valía si sus padres se unían a la fiesta. Ramona siempre estaba invitada, pero ella declinaba la oferta prudentemente. Las rodillas de Mary Grace entrechocaban con las de sus hijos; saboreaba el momento y se alegraba pensando que cada vez faltaba menos para que el cansancio solo fuera un recuerdo. Tal vez ahora podría descansar y llevar a los niños al colegio, visitar sus aulas y comer con ellos. Qué triste sería el día que se viera obligada a volver a entrar en una sala de juicio. En la iglesia de Pine Grave, el miércoles por la noche era el día en el que cada feligrés llevaba un plato cocinado en casa, y el resultado siempre era impresionante. El bullicioso templo se levantaba en medio del barrio, y los miércoles y los domingos muchos feligreses se la barra de enganche y la parrilla biloxi caminando desde sus casas, a apenas un par de manzanas de allí. La reunión se celebraba en una de las salas auxiliares, un anexo espantoso de metal, pegado a uno de los lados de la capilla. Las mesas plegables estaban repletas de todo tipo de manjares caseros. Había una cesta con panecillos, un enorme dispensador de té azucarado y, por descontado, montones de botellas de agua. La iglesia de Pine Grave era férreamente independiente y no se adscribía a ninguna denominación, fuente de secreto orgullo para su fundador, el pastor Denny Ott. La habían construido los baptistas hacía unas décadas, pero luego se había quedado anclada en un dique seco, como el resto de Bowmore. A la llegada de Ott, la congregación estaba constituida por apenas unas cuantas almas en pena. Años de luchas internas habían diezmado la asistencia. Ott hizo borrón y cuenta nueva, abrió las puertas a la comunidad y llegó a la gente. Había conocido a una chica de Bowmore en un Instituto Superior de Estudios Bíblicos de Nebraska, y regresó al sur con ella. Después de una serie de contratiempos, acabó siendo el pastor interino de la Segunda Iglesia Baptista. En realidad él no era baptista, pero con tan pocos predicadores jóvenes en la zona, la iglesia no podía permitirse ser demasiado selectiva. Seis meses después no quedaba ni un baptista y la iglesia había recibido un nuevo nombre. Llevaba barba y solía predicar con camisa de franela y botas de montaña. Las corbatas no estaban prohibidas, pero no se veían con buenos ojos. Era la iglesia de la gente, un lugar al que cualquiera podía acudir la barra de enganche y la parrilla biloxi busca de paz y consuelo sin preocuparse de ir vestido de domingo. El pastor Ott se deshizo de la Biblia y del viejo salterio. No le interesaban los tristes himnos escritos por los peregrinos. Las ceremonias abandonaron la rigidez y se introdujeron elementos modernos como la guitarra o las exposiciones con diapositivas. La iglesia creció y prosperó, aunque el dinero no le importaba. Daba la lata a las congregaciones mayores de Hattiesburg y]ackson y con sus contribuciones tenía un banco de alimentos bien provisto en uno de los extremos de la sala auxiliar de la iglesia. Denny Ott consideraba que todo Bowmore era su misión y, si de él dependía, nadie pasaba hambre, carecía de un lugar donde dormir o se ponía enfermo. No mientras él estuviera de guardia, y sus guardias eran permanentes. Ya había celebrado dieciséis funerales de gente fallecida por culpa de Krane Chemical, una compañía a la que detestaba tan profundamente que constantemente rezaba pidiendo perdón por ello. No odiaba a la gente sin rostro ni nombre que dirigía la empresa, eso comprometería su fe, pero desde luego odiaba a la compañía en sí. No había día que no atormentara su alma con ese debate acalorado y rezaba a todas horas para curarse en salud. Aunque no lo había planeado, la iglesia se había convertido en el centro de la actividad contra Krane en el condado de Cary. Casi todos sus miembros habían padecido la enfermedad o la muerte de un familiar por culpa de la compañía. La hermana mayor de su mujer había acabado el instituto en Bowmore con Mary Grace Shelby. El pastor Ott y los Payton habían trabado una gran amistad, y los abogados a menudo ofrecían asesoramiento legal en el despacho del pastor a puerta cerrada, mientras uno de ellos atendía el teléfono. Muchas tomas de declaraciones se habían llevado a cabo en la sala auxiliar, abarrotada de abogados procedentes de la gran ciudad. Ott aborrecía a los abogados de la empresa casi tanto como a la compañía. Mary Grace había llamado al pastor Ott a menudo durante el juicio y siempre le había recomendado que no fuera optimista. En realidad, no lo era. Cuando un par de horas antes había recibido la llamada de Mary Grace para comunicarle la increíble noticia, Ott había ido en busca de su mujer y habían bailado por toda la casa entre risas y chillidos emocionados. Habían derrotado a Krane, les habían pillado, humillado, desenmascarado y llevado ante la justicia. Estaba recibiendo a sus feligreses cuando vio que Jeannette entraba con su hermanastra, Bette, y el resto de la comitiva que la seguía. De repente se vio rodeada de la gente que la quería, de los que deseaban compartir con ella ese gran momento y ofrecerle palabras de aliento. La hicieron sentarse en el otro extremo de la sala, cerca del viejo piano, y enseguida se formó una cola de personas que deseaban saludarla. Viendo que la comida empezaba a enfriarse y que ya tenía la casa llena de gente, el pastor Ott decidió poner orden y se arrancó con una rebuscada oración de agradecimiento. Como siempre, los niños y los ancianos fueron los primeros en colocarse a la cola y empezó a servirse la cena. Ott fue abriéndose camino hacia el final de la sala y no tardó en sentarse junto a Jeannette. Avanzaron con paso tranquilo, la barra de enganche y la parrilla biloxi silencio, casi a oscuras. Ott abrió la puerta de madera y entraron en el cuidado cementerio. Se trataba de gente trabajadora, por lo que no había monumentos, ni criptas, ni tributos llamativos erigidos a personas importantes. Jeannette se arrodilló entre dos tumbas en la cuarta hilera de la derecha. Una era la de Chad, un niño enfermizo que solo había vivido seis años antes de que los tumores lo asfixiaran. La otra contenía los restos de Pete, su marido desde hacía ocho años. Padre e hijo descansaban juntos para siempre. Solía visitarlos una vez a la semana como mínimo y nunca se. La esperó junto a la puerta, viendo cómo las sombras se deslizaban entre las hileras de sepulturas al tiempo que la luna asomaba y se ocultaba entre las nubes. Había enterrado a Chad y a Pete. Dieciséis feligreses en total, y los que quedaban por venir. Dieciséis víctimas mudas que tal vez pronto iban a dejar de serlo. Por fin se había alzado una voz desde el pequeño cementerio vallado de la iglesia de Pine Grave. Un vozarrón enojado que suplicaba que lo la barra de enganche y la parrilla biloxi y que reclamaba justicia. La mesa del señor Trudeau le había costado cincuenta mil dólares y, puesto que había sido él quien había firmado el cheque, bien podía decidir quién se sentaba a ella con él. A la derecha del señor Trudeau se sentaba un banquero retirado amigo suyo y la esposa de este, gente agradable que prefería charlar sobre arte. El urólogo de Cad estaba justo enfrente de él. Tanto él como su mujer estaban invitados porque apenas abrían la boca. El postre era una espectacular creación de helado estratificado. Cada plato requería un vino distinto, incluido el postre. Carl dejó impolutos todos los platos que le pusieron delante y bebió en exceso. Brianna y Sandy cuchicheaban maleducadamente y a lo largo de la cena destriparon a todos los arribistas que se les pusieron a tiro. Juguetearon con la comida, esparciéndola por el plato sin apenas probar bocado. Cad, medio borracho, estuvo a punto de intercambiar unas palabras con su mujer al verla incordiar con las algas. Sin embargo, la velada no se había organizado para ensalzar la cena, sino el dinero. El subastador subió al estrado tras un par de breves discursos. La luz de unos focos, como los que se usan en los conciertos, le añadía mayor exotismo. La gente guardó silencio mientras un batallón de inmigrantes ilegales con traje y corbata negros recogía las mesas. El subastador empezó a divagar sobre las excelencias de Imelda y la gente le escuchó. Querían saber los detalles, pero el subastador no entró en particularidades escabrosas. Se acercó a Carl, parpadeó zalamera y le puso una mano sobre el muslo. El ayudante hizo una señal en dirección al estrado e Imelda cobró vida. Seis, siete, ocho, nueve, y Carl volvió a hacer un gesto de cabeza al llegar a diez. Mantenía la sonrisa en su rostro, pero tenía el estómago revuelto. En la sala había seis multimillonarios como mínimo y otros tantos les iban a la zaga. No escaseaban ni los egos desmedidos, ni el dinero, pero en esos momentos ninguno necesitaba una primera plana tan desesperadamente como Carl Trudeau. Ese hijo de puta. Todo el mundo cogió su copa. Si Flint no había mentido y se había desprendido de las acciones de Krane, el veredicto le reportaría millones. Obviamente, Carl acababa de perderlos por el mismo motivo. Eral real, tangible, una obra de arte que Carl no podía permitir que se la arrebataran, y mucho menos Pete Flint. El subastador alargó con destreza los asaltos trece, catorce y quince hasta obtener un rendido aplauso al final de todos ellos. Había corrido la voz y todo el mundo la barra de enganche y la parrilla biloxi que la disputa estaba entre Carl Trudeau y Pete Flint. Cuando se acallaron los aplausos, los dos pesos pesados se prepararon para un nuevo asalto. Carl asintió en los dieciséis y agradeció las felicitaciones. La tensión se respiraba en el aire. Dieciséis a la una, dieciséis a las dos, ah, sí, ofrecen diecisiete. Carl había estado haciéndose promesas la barra de enganche y la parrilla biloxi rompiéndolas durante toda aquella tortura, pero estaba decidido a no pasar de los diecisiete millones de dólares. Estaba acabado, pero se sentía feliz. Pete Flint se retiró a la seguridad del dinero que no había gastado y observó divertido cómo el gran Carl remataba uno de los peores negocios de la historia. Bajaron a Imelda para que sus nuevos dueños pudieran posar con ella. Muchos de los asistentes miraban boquiabiertos a los Trudeau y su nueva adquisición, tanto con envidia como con orgullo. La orquesta empezó a tocar, anuncio de que había llegado la hora de bailar. Brianna estaba acalorada -el dinero la había excitado- y, a mitad del primer baile, Carlla apartó ligeramente de él, con suavidad. Estaba ardiendo, le dirigía miradas libidinosas y enseñaba tanta piel como era posible. La gente la miraba y a ella le parecía bien. Mary Grace y Liza estaban estiradas a sus anchas en el suelo, debajo de ellos, envueltas en mantas y dormidas como un tronco. El alcohol y el cansancio los habían dejado fuera de combate y se habían jurado dormir eternamente. Cinco horas después, Wes abrió los ojos y fue incapaz de cerrarlos de nuevo. Volvía a estar en los juzgados, sudoroso y hecho un manojo de nervios, viendo entrar al jurado, rezando, buscando una señal y oyendo las solemnes palabras del juez Harrison. Las palabras que resonarían en sus oídos para siempre. Se levantó con suavidad para no despertar a Mack, lo tapó con una manta y entró en su atestado dormitorio sin hacer ruido para ponerse los pantalones cortos, las zapatillas de deporte y una camiseta. Durante el juicio, había procurado correr a diario, a veces al mediodía y otras a las cinco de la mañana. Un día del mes anterior, había acabado a diez kilómetros de casa a las tres de la madrugada. Correr le ayudaba a despejar la mente y a aliviar el estrés. Ideaba estrategias, interrogaba a los testigos, discutía con Jared Kurtin, apelaba al jurado, hacía miles de cosas mientras pateaba el asfalto en la oscuridad. Tal vez ese día se concentraría en algo distinto mientras corría, en lo que fuera menos en el juicio. Tal vez pensara en las vacaciones. Sin embargo, la apelación ya había empezado a reconcomerlo. Eran las cinco y cuarto. Echó a correr sin estiramientos previos y poco después ya se encontraba en Hardy Street, en dirección al campus de la Universidad Southern Mississippi. Le gustaba la seguridad de aquel lugar. Dejó cuatro monedas de veinticinco centavos sobre el mostrador y pidió una tacita del café de la casa. Casi se echó a reír al contarlas. Planeaba el café con antelación y siempre andaba buscando monedas. Al final del mostrador había una colección de periódicos del día. El titular de primera plana del Hattiesburg American anunciaba: Había muchas citas de los abogados, unas cuantas del jurado, incluso una corta aunque enrevesada declaración de la doctora Leona Rocha, que evidentemente había ejercido gran influencia en la sala del jurado. Wes adoraba a esa mujer. Devoró el extenso artículo, olvidando el café. Hasta el momento, el mejor titular se lo llevaba The Sun Herald, de Biloxi: La noticia y las fotos iban en la primera plana de la mayoría de los principales periódicos. No era un mal día para el pequeño bufete de Payton amp; Payton. La vuelta a los escenarios estaba próxima y Wes estaba preparado. Los clientes potenciales empezarían a hacer sonar los teléfonos del despacho en busca de asesoramiento legal para sus divorcios, quiebras y un centenar de incordios para los que Wes no tenía estómago. Se los quitaría de encima con educación, los mandaría a otros abogados de poca monta -bastaba con darle una patada a una piedra para encontrarlos- y se dedicaría a navegar por internet todas las mañanas en busca de los peces gordos. Una indemnización astronómica, fotos en los periódicos, la noticia del día y el negocio estaba a punto de crecer la barra de enganche y la parrilla biloxi. Cad Trudeau también salió de casa antes del amanecer. Podría haber subido al jet y volar hasta la villa de Anguilla o la mansión de Palm Beach. La noche anterior le había costado una fortuna y todavía no lo había digerido. Eran las cinco y media, y aunque no era una hora desacostumbrada para el señor Trudeau, tampoco era habitual. Stu había recibido una llamada una hora antes para acatar instrucciones: Le había llegado una lista con los seis periódicos que el señor Trudeau debía encontrar sobre su escritorio y estaba enfrascado buscando por internet de todo lo que se comentara sobre el veredicto. Carl apenas se fijó en él. Ya en el despacho, Stu le cogió la chaqueta, le sirvió un café y recibió la orden de que espabilara con el bollo y el zumo. Primera plana, columna izquierda. Carl casi se quedó con la boca abierta. El artículo, Hattiesburg, Mississippi: Carl lo leyó por encima; conocía de sobra los detalles escabrosos. El periódico apenas se equivocaba en nada. Las declaraciones de los abogados eran predecibles. En la parte inferior derecha aparecía una foto a color de tamaño considerable del señor y la señora Trudeau posando con su nueva adquisición. Carl parecía rico, esbelto y joven, a su entender, e Imelda era tan desconcertante en foto como en persona. A la pregunta del periodista de si el desembolso de dieciocho millones de dólares que había hecho el señor Trudeau había sido una buena inversión, el crítico había contestado: Le veía muy poco futuro a Imelda. Sin embargo, Carl estaba satisfecho, aunque solo fuera por un momento. El artículo era positivo. La buena prensa valía para algo, a pesar de saber que dicho valor ni siquiera se acercaba a los dieciocho millones de dólares. Masticó el bollo sin saborearlo. Regresó a la carnaza. Después de cuatro diarios, estaba cansado de leer las mismas citas de los abogados y las mismas predicciones de los expertos. Se apartó del escritorio sin levantarse del sillón, tomó un sorbo de café y volvió a repetirse lo mucho que detestaba a los periodistas. Sin embargo, seguía vivo. El vapuleo de la prensa había sido brutal y no tenía visos de detenerse, pero él, el gran Carl Trudeau, aguantaba sus golpes bajos y todavía se tenía en pIe. La bolsa abría a las nueve y media. Recibió una llamada del director de comunicaciones y le dijo que no hablaría con reporteros, periodistas, analistas o como quisiera que se llamaran, por mucho que insistieran o acamparan fuera del vestíbulo. Había que ceñirse a la línea oficial de la compañía: Bobby Ratzlaff llegó con Felix Bard, el director financiero, a las siete y cuarto. Sacaron las gruesas carpetas, se saludaron con el laconismo habitual y se sentaron alrededor de la mesa de reuniones. Permanecerían allí las siguientes doce horas. Presentarían montañas de peticiones, nada cambiaría y el caso pasaría al tribunal supremo del estado de Mississippi. Krane tenía abiertas ciento cuarenta causas pendientes de juicio por culpa del lío de Bowmore y cerca de un tercio por fallecimiento de la parte demandante. Tal vez hubiera miles de pleitos en los que los demandantes sufrían achaques menores como sarpullidos, lesiones en la piel o tos persistente, pero esos apenas les preocupaban por el momento. Teniendo en cuenta la dificultad y el coste de demostrar que había una responsabilidad y relacionarla con una enfermedad, la mayoría de los casos pendientes no se habían defendido agresivamente. Pero eso estaba a punto de cambiar. N o lo sabemos con seguridad porque todavía no los han incoado todos. A grandes trazos, y desde el punto de vista de Ratzlaff, la cosa no pintaba nada bien. El dique se había resquebrajado y se avecinaba una inundación. El próximo caso estaría listo para ir a juicio en unos ocho meses, en el mismo juzgado y con el mismo juez. Otra indemnización de esas características y, bueno, quién sabía lo que podía ocurrir. Carl consultó la hora en su reloj de pulsera y musitó algo sobre hacer una llamada. Volvió a abandonar la mesa, se paseó por el despacho y luego se detuvo en uno de los ventanales que daban la barra de enganche y la parrilla biloxi sur. El edificio Trump llamó su atención. Barra de remolque comun reglamentariaQué cruel, qué irónico que él, el gran Carl Trudeau, un hombre que a menudo había mirado divertido desde lo alto cómo alguna compañía desafortunada se consumía, tuviera ahora que quitarse de encima a los buitres. Esa era la gran pregunta, seguida de muy cerca de la segunda: Llegar a primera hora habría sido demasiado predecible, tal vez incluso un poco engreído por su parte. Se la había jugado con los Payton y merecía disfrutar de ese momento. Sin embargo, en realidad recibió el rechazo absoluto de los cajeros, el vacío colectivo de las secretarias y suficientes sonrisitas taimadas de sus rivales como para empezar a recelar. Allí se cocía algo y Huffy empezó a perder aplomo. El señor Kirkhead estaba en su despacho, esperando, con la puerta abierta: El jefe odiaba las puertas abiertas; de hecho, se jactaba de un estilo de dirección a puerta cerrada. Era mordaz, grosero, cínico y tenía miedo hasta de su propia sombra, por lo que las puertas cerradas eran sus aliadas. Incluso las viejas cajeras de la primera planta a veces lo llamaban así. Los rollizos carrillos de Kirkabrón se sonrojaron mientras desechaba la respuesta de Huffy con un gesto de la mano. La primera plana en todo el mundo esta mañana. Hoy es un día de perros. Por aquí hay mucha gente, buenas personas, que viven en ellas, y nosotros les concedemos préstamos. Es una cantidad de dinero desorbitada, es poner el sistema patas arriba. Quede con esa gente y prepare un plan de devolución, que solo aprobaré cuando lo encuentre sensato. A tres puertas del banco, el ilustrísimo señor Jared Kurtin hizo un repaso general de las tropas antes de volver a Atlanta y enfrentarse a la gélida bienvenida que le esperaba allí. La oficina central se encontraba en un viejo edificio de Front Street, que habían restaurado hacía poco. La defensa de Krane Chemical, con recursos ilimitados, lo había alquilado hacía dos años y lo había puesto al día con un impresionante equipo tecnológico y personal. Después de estar meses trabajando para Kurtin y sus arrogantes secuaces de Atlanta, sentían una muda satisfacción al ver cómo se retiraban, vencidos. Era tal su desconfianza y manía a los abogados la barra de enganche y la parrilla biloxi Atlanta, que había hecho circular una nota interna entre sus socios en la que predecía una indemnización astronómica por daños punitivos. En esos momentos se regodeaba en secreto. Sin embargo, era un profesional. Ambos sabían que volverían a hablar por teléfono antes de que acabara el día. Ambos estaban secretamente encantados con la partida. Carl permaneció parapetado, a salvo en la planta cuarenta y cinco, mientras los rumores rugían en la calle. A las nueve y cuarto, llamó su banquero de Goldman Sachs, era la tercera vez que lo hacía, y le comunicó la mala noticia: Había demasiada presión para vender. Carl, Ratzlaff y Felix Bard estaban en la sala de reuniones, exhaustos, con las mangas arremangadas, los codos hundidos en montañas de papeles y con un teléfono en cada mano por los que hablaban frenéticamente. Al final, la bomba cayó poco después de las diez, cuando Krane empezó a cotizarse a cuarenta dólares por acción. No hubo compradores, ni tampoco a treinta y cinco dólares la acción. El desplome sufrió un repunte temporal en veintinueve dólares y medio, cuando los especuladores entraron en acción y empezaron a comprar. Estuvieron subiendo y bajando durante la hora siguiente. Al mediodía estaban a veintisiete la barra de enganche y la parrilla biloxi veinticinco, en un día de gran volumen de operaciones, y para empeorar las cosas, Krane era la comidilla empresarial de la mañana. Para saber el estado de la bolsa, los programas por cable contactaban alegremente con sus analistas en Wall Street, quienes les informaban con entusiasmo de la caída aplastante de Krane Chemical. Luego volvían al resumen de las noticias: Bobby Ratzlaff pidió permiso para ir a su despacho. Bajó por la escalera, un solo piso, y apenas la barra de enganche y la parrilla biloxi tiempo de llegar al servicio de caballeros. Los cubículos estaban vacíos. Sus noventa mil acciones ordinarias de Krane habían pasado de valer unos cuatro millones y medio de dólares a unos dos y medio, y la caída todavía no se había detenido. Utilizaba la bolsa como una garantía real para sus caprichos: Por no mencionar otros gastos generales, como el colegio privado y el carnet de socio del club de golf. Bobby estaba extraoficialmente en la ruina. Por primera vez en su trayectoria profesional, comprendió por qué la gente saltaba por las ventanas en Wes decidió quedarse y atender a Huffy mientras Mary Grace cogía el Taurus y visitaba su ciudad natal. Primero fue a Pine Grove y luego a la iglesia, donde Jeannette Baker la esperaba, junto al pastor Denny Ott y otro grupo de víctimas que también representaba el bufete de los Payton. Jeannette se acabó uno, algo que no era demasiado corriente. La conmoción que había provocado el veredicto empezaba a mitigarse. La posibilidad de que el dinero cambiara de manos animaba el ambiente, pero también conllevaba un aluvión de preguntas. Mary Grace intentó cautelosamente rebajar las expectativas. Les detalló los recursos de apelación que se interpondrían en el caso Baker. No confiaba en obtener una resolución extrajudicial, ni en llegar a un acuerdo, ni siquiera las tenía todas consigo en el caso de que tuvieran que embarcarse en un nuevo juicio. Se mostró firme y segura de sí misma. Sus clientes estaban en el bando correcto; Wes y ella lo habían demostrado. Pronto habría una legión de abogados merodeando por Bowmore en busca de las víctimas de Krane, a quienes harían promesas e incluso ofrecerían dinero. No confiéis en nadie, les dijo con suavidad, pero con firmeza. No habléis con los periodistas, porque algo dicho de broma podría sonar de manera muy distinta ante un tribunal. No firméis nada salvo que lo hayan revisado los Payton. No habléis con otros abogados. El veredicto resonaba en el sistema judicial. Los legisladores tendrían que tomar nota. Las acciones de Krane caían en picado en esos momentos, y cuando los accionistas hubieran perdido el dinero suficiente, exigirían cambios. Cuando terminó, Denny Ott rezó con ellos. Mary Grace abrazó a sus clientes, les deseó buena suerte, prometió volver a verlos al cabo de unos días y luego salió de la iglesia acompañada de Ott, para dirigirse a su siguiente cita. El periodista se llamaba Tip Shepard. ![]() Había llegado un mes antes y, tras muchos intentos, se había ganado la confianza del pastor Ott, quien lo presentó a Wes y a Mary Grace. Shepard era un free lance con unas credenciales increíbles, varios libros en su haber y un acento texano que desarmaba parte de la desconfianza que Bowmore sentía hacia los medios de comunicación. Los Payton se habían negado a hablar con él durante el juicio, por muchas y diversas razones. No obstante, ahora que se había acabado, Mary Grace había accedido la barra de enganche y la parrilla biloxi concederle su primera entrevista. Si iba bien, puede que hubiera otra. Estaba en el despacho de Wes, una oficina provisional con paredes de pladur sin pintar, suelo de cemento lleno de manchas y mobiliario procedente de los excedentes del ejército. Le irritaba que su asesor financiero se presentara con exigencias apenas unas horas después del veredicto. El no apartó la vista de la barra de cereales que desmenuzaba lentamente entre los dedos mientras contestaba: —Está con Jasper. Al menos, reconocí el símbolo de la parrilla delantera. Su hija, mi sobrina, todavía vive en Biloxi. quemado vivo sobre una parrilla. Se sabe que . lenguas mandan de R.H. Lowie; biloxi y ofo de. J.O. Dorsey y Se trata de una barra del. dream boy one direction dating sim game download Dile que se ponga a la cola. No quería discutir con Huffy. A pesar de que no podía considerarlo un amigo, Huffy le caía bien y disfrutaban de su mutua compañía. Huffy admiraba a los Payton por haberlo perdido todo al arriesgarse. Había pasado interminables horas con ellos mientras hipotecaban la casa, el despacho, los coches y los planes de pensiones. Las cuatro patas de la silla plegable no eran iguales y se balanceaba ligeramente mientras hablaba. Tardaremos un año en volver a arrancar el negocio, pero podemos hacerlo. Sobreviviremos hasta que las apelaciones sigan su curso. Si el veredicto sigue en pie, Kirkhead puede coger su dinero e irse a paseo, y nosotros nos retiraremos y tendremos tiempo para salir a navegar. La sentencia no podía considerarse un activo, y sin ella el balance de los Payton tenía un aspecto tan poco alentador como el día anterior. Vuelve dentro de treinta días y entonces hablaremos. Ahora mismo tengo clientes a los que llevo varios meses sin atender. Mary Grace la barra de enganche y la parrilla biloxi Tip Shepard tomaron asiento en uno de los reservados junto a los ventanales del Babe's Coffee Shop de Main Street y charlaron sobre la ciudad. Bowmore era demasiado pequeña para tener grandes almacenes, y gracias a eso sobrevivían los comerciantes del centro. Ahora, la mitad de los escaparates estaban tapados con planchas de contrachapado y la otra mitad apenas hacía caja. Una adolescente con delantal les llevó dos tazas de la barra de enganche y la parrilla biloxi y se alejó sin una palabra. Al final, el ayuntamiento emitió una ordenanza por la que se prohibía utilizar el agua en los restaurantes. Fue una de las primeras que empezó a comprar agua embotellada. Pete, el marido de Jeannette, trabajaba para mi tío. Yo conocía a varias de las víctimas. Es una ciudad pequeña y cuando enferma tanta gente es obvio que tiene que haber una razón. Después de asistir a los primeros tres o cuatro funerales, comprendí que había que hacer algo. Shepard siguió anotando en su libreta, sin aprovechar la pausa para hacerle otra pregunta, así que Mary Grace continuó:. Muchos de los que enfermaron trabajaban allí. Recuerdo que al volver a casa de la universidad, después de mi segundo año, empecé a oír que la gente decía que el agua sabía mal. Vivíamos a un par de kilómetros de la ciudad y nos abastecíamos de nuestro propio pozo, por eso nunca fue un problema para nosotros. Sin embargo, las cosas en la ciudad empeoraron. Al cabo de los años, los rumores sobre los vertidos fueron cobrando fuerza, hasta que todo el mundo los dio por ciertos. Un domingo, estando en la iglesia con mis padres, me fijé en cuatro calvas relucientes. Pensé que estaba en una película de terror. Hemos perdido mucho, pero mi ciudad también. Esperemos que todo haya terminado. Allí no se celebran este tipo de juicios. Mary Grace dio un sorbo al café quemado y demasiado azucarado. El señor Greenwood ni siquiera se percató de la presencia de Shepard mientras divagaba sobre lo orgulloso que se sentía de ella. Le dio las gracias, le prometió que seguiría rezando por ella y le preguntó por la familia. Cuando ya se marchaba, despidiéndose por enésima vez, Babe, la dueña, se acercó para darle otro abrazo y una nueva ronda de felicitaciones. Al final, Shepard se levantó y salió por la puerta disimuladamente. Minutos después, Mary Grace lo siguió. Las instalaciones estaban compuestas por un conjunto de edificios de hormigón ligero y tejado plano, comunicados por tuberías y gigantescas correas transportadoras. El kudzu y las malas hierbas lo habían conquistado todo. Las enormes puertas estaban cerradas con candados. Mary Grace la había visitado durante el proceso, pero siempre con una multitud de abogados, ingenieros, antiguos empleados de Krane, guardias de seguridad, incluso con el juez Harrison. Shepard y ella se detuvieron en la entrada principal y se fijaron en los candados. Una enorme señal, muy deteriorada, identificaba la planta y su dueño. No pudieron hacerlo peor al marcharse de la ciudad de esa manera, porque muchos de sus antiguos trabajadores acabaron siendo algunos de nuestros mejores testigos durante el juicio. Existía, y sigue existiendo, un gran rencor. CLASIFICADOS(02)Un fotógrafo que trabajaba con Shepard se reunió con ellos en la puerta principal y empezó a sacar fotos. Fueron paseando a lo largo de la valla, mientras Mary Grace dirigía la breve visita. Los adolescentes venían aquí a beber y drogarse. En realidad, las puertas y las vallas no son necesarias, a nadie le apetece acercarse por aquí. El dicloronileno se la barra de enganche y la parrilla biloxi como un derivado reducido y se almacenaba en esos tanques. Al cabo de los años, los tanques empezaron a perder, ni siquiera los habían sellado como era debido, y los productos químicos se filtraron al subsuelo. Un equipo de seguridad en un carrito de golf se dirigió hacia ellos desde el otro lado de la valla. Dos guardias orondos y armados se detuvieron a su lado y los miraron con atención. Cuando Shepard se hubo ido, Mary Grace se acercó caminando hasta la caravana de Jeannette, a tres manzanas de allí. Bette estaba trabajando y reinaba el silencio. Durante una hora, se sentó con su cliente bajo un arbolito y bebieron limonada embotellada. Rozó los veinte dólares por acción durante una media hora, antes de estancarse en ese precio. Por si eso no fuera suficiente, los inversores decidieron ensañarse con el resto del imperio de Carl. Poco después de comer, las acciones ordinarias de estas seis compañías empezaron a la barra de enganche y la parrilla biloxi. No tenía sentido, pero la bolsa a veces era así de imprevisible. La desgracia es contagiosa en Wall Street. El señor Trudeau no vio venir la reacción en cadena, ni él ni Felix Bard, su inteligente mago de las finanzas. A medida que pasaban los minutos, contemplaron horrorizados cómo el Trudeau Group perdía mil millones de dólares en valor de mercado. Era obvio quién tenía la culpa. Todo se debía a la sentencia de Mississippi, aunque muchos analistas, sobre todo los expertos charlatanes de la televisión por cable, insistían en achacarlo a que Krane Chemical llevara tantos años operando con descaro sin el colchón que suponía un buen seguro de responsabilidad civil. La empresa había ahorrado una fortuna en primas, pero ahora tendría que pagarlas con creces. Carl estaba en su la barra de enganche y la parrilla biloxi, con el teléfono pegado a la oreja. Las compañías eran sólidas y las acciones se reajustarían a su debido tiempo. Por otra parte, Krane era un tren descarrilado. Había cerrado a veintiuno con veinticinco dólares por acción, un desplome de treinta y uno con veinticinco respecto al día anterior. Bard sumó apresuradamente los descensos de las otras seis compañías y estimó las pérdidas totales en unos mil cien millones de dólares en un solo día. Después de repasar las cifras al cierre de la bolsa, Carl ordenó a Bard y a Ratzlaff que se pusieran la chaqueta, se arreglaran la corbata y lo siguieran. La comida era de una insipidez supina, pero las vistas eran impresionantes. Ese día, la hora de comer había quedado relegada a un segundo plano, nadie tenía apetito. Llevaban allí una hora, conmocionados, a la espera de una explosión en las alturas. Sin embargo, el señor Trudeau consiguió alentar al personal. Urgente por viaje vendo05 terreno a 2. EL Quinche- La Victoria vendo terreno m2. Sector Itulcachi Autopista E Trabajamos a nivel Nacional, contamos con amplia experiencia Ecuador y Europa. Modelo V cc, full equipo, flamante. RAVflamante km, informes: SE vende bus tipo Mercedes Benzcarrocería picosa, teléfono: Requisito indispensable maneje los dueños, no choferes. Enviar datos personales y del camión: Teléfono TRAVEL Motores, necesita rentar todo tipo de maquinaria pesada, camiones y vehículos, sin pagar comisión ni cupos ; Compra Vehículos la barra de enganche y la parrilla biloxi maquinaria pesada, camiones y volquetas. Cizallas, punzadoras, plegadoras, troqueladora, soldadora, lijadora. Ecuatoriana de Maquinaria Qto: Cub Cadet lt motor: Trabaje y estudie legalmente. En muy corto tiempo y cómodos precios. 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